Esta semana he conocido un nuevo dolor, el de los puntos tirantes dentro de una boca, y algo parecido a un nuevo placer. En este segundo caso, decir «nuevo» es, quizá, algo incierto; pero el reflexionar sobre las emociones a partir de cierto momento hace que surjan cuestiones que antes ni siquiera se intuían. Si presto atención a lo que dice la sociedad, la gente, los otros, una no debería conocer una nueva emoción o sensación con 36 años, pero no estoy muy de acuerdo con lo de que exista una edad para esto o lo otro, más allá de lo puramente biológico. De todas maneras, y como os digo, ese placer no es nuevo del todo, pero creo que nunca le había hecho caso de forma tan consciente.
Fui al cine sola hace unos días. No es la primera vez, ni siquiera la segunda, así que esto no es lo relevante en sí, aunque ayudó a que pudiera rumiar mejor después de la película. Lo que fui a ver tenía un detalle relacionado conmigo y con algo en lo que trabajo —prefiero no decir cuál era para no cometer el riesgo de opinar de cine, cómo si tuviera autoridad—, así que, claro está, salí más reflexiva de lo habitual. Fue en ese momento, en el que recorría el largo pasillo hacia la salida trasera del cine que me di cuenta de esa sensación. La que te da una cierta extrañeza y desconexión del mundo y de la que solo te percatas al salir a la calle después de ver una película en una sala con butacas mulliditas y rodeada de extraños.
Una película te puede llegar de muchas maneras y, por supuesto, te puede influenciar dónde y cuándo la veas, pero este estado mental se pierde con la experiencia en casa. En cualquier otro contexto falta ese ratito de «aterrizar» lo que has visto al salir del cine. Ese tramo en que aún estás en la película, pero inevitablemente tienes que desplazarte a algún lugar, y estás a la vez en ambos mundos, tu cuerpo en uno y tu cabeza en otro —como si fueras Richard Ashcroft cantando Bitter Sweet Symphony—. Y fui más consciente de ella esta semana, era un martes cualquiera, en una sesión de las de personas que van solas y la experiencia no podía estar más alejada del combo gente+palomitas+ruido.
Los 15 minutos de vuelta andando a casa —ventajas de pagar un alquiler caro— los hice andando, no sobre asfalto, sino sobre algún otro material no corpóreo y difícil de identificar. Creo que este placer extraño del que os hablo es más identificable con la experiencia de leer un libro, con este es más fácil sentirlo al estar en casa, pero creo que la del cine no se traslada igual a nuestro sofá, probablemente porque en esas dos horas no hemos estado «realmente» metidos en la película. Hay, todavía (y pese a las malas maneras de algunos), una desconexión forzada en una sala de cine que no existe en nuestro salón, a pesar de la conveniencia de poder pausar para ir a por más agua o cualquier otra excusa que nos inventemos para distraernos.
Lo que me ocurre con este ratito de salir del cine es que tiendo a olvidarlo, y eso que el resto de la tarde me quedo un poco «fuera» del mundo, pero de alguna manera lo olvido. Y cada vez que voy al cine la siento, sin un poco menos de extrañez, como si fuera la primera vez. Y aunque es placentera también es un poco perturbadora, porque pierdes un poco el control del cuerpo y del «estar» y porque, en realidad, deberías prestar atención a lo que ocurre a tu alrededor (especialmente si tienes trazas de autismo y sordera). Y, aún así, sin duda, entra dentro del placer, de la satisfacción, de la complacencia con el mundo y el ser humano.
Ya os he hablado de mi problema físico con el cine, pero, ahora que el cine que veo es cada vez más de ese en el que no existe una explosión cada 5 minutos la experiencia está siendo más agradable. Creo que, ahora que lo pongo por escrito, es más fácil que pierda la inercia de quedarme en casa y puede que me vuelva algo yonqui de ese placer. Sigo sin ponerle nombre a todo eso, pero no importa demasiado, seguro que ya existe una palabra exageradamente larga en alemán para definirla. Nosotros vamos a lo importante: a ver qué hay en cartelera.
Lo hago mucho, lo de ir sola al cine, me encanta. Y ese gesto de abrir la puerta al acabar la película, acelera los latidos de mi corazón. Es despedirme de un mundo y transitar ese pasillo que me reconduce al mío...si la película me ha gustado es una despedida sufrida, no se acaba con el pasillo, me deja en un limbo pantanoso que se resiste a expulsarme a la tierra.
Gracias por compartir esta experiencia, no sé di es común pero yo la vivo muy hacia dentro