Esta historia empieza en marzo, o en 2017, o quizá (lo más probable) es que comenzara en algún momento del año pasado. En el verano de 2017 empecé en un nuevo trabajo sin saber que iba a ser el más longevo que tendría (hasta ahora) y del que saldría en 2022 con mucho cariño y otra vez en 2023 con bastante rencor, pero esa es historia para otro día. Sucede que era uno de esos sitios, uno de esos sectores, con amabilidad fingida en muchos casos, con personas deseosas de ser los mejores a costa de todo y de todos. Sucede que las buenas personas hacían fuerte y creaban grupos con un cariño inusitado para ese mundo. Sucede que, a pesar de 2023, tuve mucha suerte. No éramos amigos, pero todos ellos eran personas con las que en un momento dado la relación fue más allá de lo laboral. Un seguirse, una comida aquí y allá, un «léete este libro que te va a gustar».
Si hay algo en lo que yo soy experta es en huir, en desconectarme, nunca tengo claro quién quiere ser amigo y quién no, quién necesita que sea yo la que diga «¿tomamos un café?» y quien solo está siendo cortés. Habitualmente te das cuenta cuando el dar largas se vuelve tan evidente como para que una inepta social como yo lo perciba, pero sé que habré hecho el ridículo mil veces en la vida. Y ahora estoy en el extremo contrario. Creo que ya nunca confío en que alguien tenga un interés real, porque de algo me tengo que proteger. En 2023 muchas relaciones se enfriaron, en estos dos años después de salirme de ese trabajo y ese mundo, algunas personas y yo nos hemos distanciado de forma natural. Quedó un pequeño reducto con aquellas que habían sido mis grandes apoyos (y espero que yo también para ellas) y que, aún de cuando en cuando, asomaban la patita, aunque no nos viéramos demasiado. Y ahora una de ellas ya no vive.
No me deis el pésame, ni me digáis que lo sentís, tampoco llevo bien este constructo social1. No éramos amigas, pero pudimos serlo, o esa es la impresión que tengo desde esta ineptitud social de la que os hablo. Sucedió a comienzos de abril y me enteré por redes al día siguiente. Al parecer se habían formado colas para despedirse de ella, los mensajes de amor se sucedieron en varias de mis redes. Todos éramos conscientes de que se iba uno de esos apoyos que hacía que ese mundillo en el que trabajábamos fuera más amable y habitable. No éramos amigas, lo sé porque no me enteré de la enfermedad hasta que pasó, pero sí llegamos a cruzar algunas frases allá por marzo, y después nada.
No es que me haya dado cuenta de que la vida no es justa ahora, a mis 37 años, eso ya lo sé desde hace mucho. Y ni siquiera es la primera vez que alguien joven a quien conozco fallece mucho antes de tiempo. Pero desde ese día de abril las cosas no son iguales, algo se ha roto un poquito más de lo que ya estaba. Hay algo aquí que tiene miedo, y no sé muy bien por qué y de qué. De no estar haciendo las cosas bien, de no saber qué es lo que está bien, de estar desperdiciando algo en la vida, de no estar apreciando cosas que debería apreciar. De todo y de nada.
Cada cierto tiempo tengo ciertas crisis existenciales, casi una vez al año, y son fruto de ser alguien con muchas capacidades, pero sin ninguna vocación, que ha ido remando en el sentido que le llevaba la vida. Sin tomar demasiadas decisiones extravagantes, solo un par de ellas aquí y allá, todo por un miedo patológico a perder una cierta sensación de seguridad que me he conseguido. De esas crisis hablo a veces, vienen siempre por estar desarrollando una profesión en la que no hay nada de mi creatividad. Cada una de estas crisis tiene, de forma inevitable, mucha más urgencia que la anterior. Y la de ahora no me deja casi ni dormir lo que me gustaría. Los creativos en trabajos de oficina sabéis de qué hablo. Intento que mi subconsciente no crea que estoy desperdiciándolo todo, porque hay muchas cosas buenas en mi vida, pero es obvio que el pensamiento anda por ahí agazapado. Esperando a la próxima.
Esta es una de esas entradas que no tiene ningún fin concreto, ni moraleja, ni nada de nada, pero mi sensación personal es que esta newsletter lleva más de un mes siendo aún más errática de lo normal. Cada domingo me cuesta más escribir, pero no quiero dejar de hacerlo, siempre me viene bien, siempre surge algo que puede ser interesante. Casi no os estoy leyendo, y eso que tengo mis grandes favoritos por aquí. Pero llevo varias semanas y entradas ocultando el elefante de mi habitación, y creo que ya era hora de que os lo presentara. Así que aquí está. Espero que no se quede a vivir, porque casi no cabe.

Si eres nuevo/a por aquí verás, rápidamente, que huyo del drama excesivo y pornográfico y tiendo a escribir con más humor que otra cosa.
Te comprendo más de lo q me gustaría….
Supongo (al menos yo lo experimento así) que las palabras de consuelo o ánimo de los «desconocidos» que formamos parte de tu/esta red no sirven demasiado para influir en tu estado de ánimo, pero allá van las mías.
Escribir, como cualquier otra actividad creativa, es extremadamente demandante; es lógico transitar por fases difíciles, pletóricas o inciertas, por lo que —como bien sabes ya— lo principal (y único que nos queda) es cultivar la paciencia. Discrepo con la idea de que escribir sea un acto terapéutico, pero lo que sí es curativo es la constancia; como dice Miguel, las rutinas y hábitos nos ayudan a vivir mejor, o al menos más tranquilos (que no es poco).
Por último, puede que tu newsletter sea errática (más o menos según las épocas), pero justamente eso es lo que me atrae de ella —y seguro que a mucha más gente—. Eres honesta, inteligente y cercana, cualidades que no se suelen encontrar hoy día, mucho menos en las redes.
Así que, por favor: no nos dejes sin los martes. ¿Qué sería esa mitad de semana sin ti?