Raymond Carver, cuentista y poeta, falleció con 50 años en 1988 después de una vida de excesos, nada extraño en ciertos ámbitos culturales de la época. De todos ellos, es su alcoholismo a lo largo de los 70 lo que me lleva a pensar en él hoy. Carver tenía a un reconocido editor a su lado incluso en sus momentos de escritura etílica más confusa: Gordon Lish, algo así como una estrella del rock en el mundito editorial (porque en Estados Unidos puedes serlo en cualquier profesión). En 1981 publicaron (en plural) De qué hablamos cuando hablamos de amor, una colección de cuentos, algunos escritos durante esa década de los 70, otros durante la marihuana y cocaína posteriores. Pero es esa primera fase alcohólica la que dio pie, se dice, a que Lish editara, quizá más de lo que debía, la obra antes de su publicación.
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No fue hasta 2009 que una nueva edición impulsada por Tess Gallagher, la segunda mujer y viuda de Carver, hizo saltar la polémica editorial. Titulado, como en su original Principiantes, lo cierto es que la abundancia de diferencias pre y post Lish genera, como mínimo, cierto estupor. El primer cuento, el más largo y que da nombre al libro, es objeto de análisis de hasta dónde debe o no debe llegar un editor, y lo sé porque fue uno de los ejercicios que yo misma hice cuando estudié edición. Leer ambas versiones en paralelo fue un viaje, puesto que era complicado ir página por página, habiendo párrafos enteros que se habían eliminado y personajes que cambiaban de ubicación. Existe una idea, hoy generalizada, de que el estilo minimalista con el que se elogiaba a Carver tenía más que ver con el trabajo de Lish que con el propio Carver en sí, que era más dramático con sus personajes y sus palabras. Mi opinión, después de aquel ejercicio, es que se editó en exceso, pero esa es otra historia. Lo que me trae a pensar en estos cuentos hoy son sus personajes y la poca empatía que generan.
Hace un par de años, cuando leí ese primer cuento, tuve claro que ninguno de los personajes era «una buena persona», no sentías afinidad ni siquiera con la protagonista más vulnerable de la historia. Tuve más claro aun que en la edición de Lish se intentó limar esa incomodidad y que en la original te sientes extraña con ellos todo el tiempo. Y estos días he pensado en ellos porque he visto la relación con el cine. Veréis, en aquel momento me escribí una pequeña nota para hablar de Carver en la newsletter y, por alguna razón, nunca lo hice. Mi móvil me recuerda que fue en octubre de 2022. Pero ha sido al ver algunas películas de los 70, mientras Carver escribía esos cuentos, que he entendido que esa incomodidad es compartida con lo que aparecía en la pantalla. Cuando vi La conversación hace unos meses, la comenté con la persona que me la había recomendado y recuerdo que lo primero que dije al respecto fue que ningún personaje me caía especialmente bien, ni siquiera el protagonista, ni siquiera «la chica». Los mismos pensamientos y sensaciones me han venido estos días viendo algunas películas más de la década.
Algo me dice que en los 70 pocos intentaban crear «seres de luz» en sus historias y que aún no habíamos llegado a ese extraño credo colectivo de que, por defecto, el haber pasado por alguna situación traumática te convierte en mejor persona. O, al menos, lo que ha permanecido no tenía ese estilo. Tampoco parecía estar la idea MrWonderfuliana de que uno aprende por ciencia infusa, sin ningún tipo de introspección en absoluto, de todos los errores y fracasos que ha tenido en su vida. En mucha de la ficción actual, por lo menos más mainstream, el pasar por algo terrible te coloca en un arquetipo de personaje esencialmente bueno o, en la otra cara de la moneda, en el malo de la peli. Los grises parecen estar descartados. Hay excepciones, por supuesto, y generalizo para que se vea que también existen las modas en esto de la narración, sea escrita o visual.
Si uno de los grandes temas en el mundo de la edición es hasta dónde debe editarse y, por tanto, cuánto peso de la creatividad de la obra debe caer en el editor; el gran tema en el mundo del arte en general es si este debe idealizar o debe incomodar. Hay posturas muy opuestas y otras más matizadas, y yo me colocaría, por gusto y no por creer que tengo razón, más cerca de las que creen que el arte debe ser crudo y perturbador. El embellecer en exceso no genera los sentimientos que me interesan. La satisfacción en exceso no es satisfactoria. No creo que el arte deba ser realista al extremo (hay una parte de mí que vive en el realismo mágico), pero sí que, en ciertos temas importantes, como los que se ven en ese cuento de Carver, y que no desvelo por si decidís leerlo, es necesario que se presenten personajes con profundidad y matices. Si estamos hablando de problemas sociales y caricaturizamos a todos los personajes corremos el riesgo de crear una imagen idealizada también en la realidad de cómo debe ser una víctima o cómo debe ser un culpable o cómo debe ser alguien que pertenece a un colectivo concreto. Estoy convencida de que ese intento de no incomodar al lector se acaba trasladando a nuestro día a día, fuera de las páginas y fuera de las pantallas.
No había pensado más en Carver hasta esta semana. Tuve que buscar en las notas si lo que escribí seguía ahí, tuve que hacer algo de memoria con la historia que leí, pero no tuve que hacer nada para recordar cómo me sentí al leerla. A pesar de lo perturbador, es esa creencia en cómo se traslada la caricatura a la realidad, junto con mi gusto por lo crudo, lo que hace que no quiera evitar esa incomodidad setentera y que quiera seguir conociendo personajes que no me gustan tanto. No son más que gustos y preferencias, y me baso en lo que veo desde mi pequeña esquina del mundo, que es casi la nada, pero honestamente creo en esa influencia de la ficción sobre la realidad. Y me parece un poco aterrador y me opongo a la comodidad y la complacencia, otra vez, desde esa esquinita.
Quiero seguir leyendo personajes que no han aprendido nada, aunque deberían haberlo hecho. Quiero seguir viendo personajes que han sufrido y eso no les ha hecho ser menos hijos de puta. Quiero personajes que no sean ni lo uno ni lo otro, que sean personas reales. Quiero ser consciente de que esos cuatro individuos del cuento de Carver a los que no soporto y con los que definitivamente no me tomaría una copa son, en realidad y con bastante probabilidad, más cercanos a las personas con las que me cruzo a diario. Quiero ser consciente de que son, todos ellos, lo más parecido a las personas con las que me tomo esa copa en esta realidad. Y que todos estamos bien con nuestros grises.
El problema con limitarse a bosquejar personajes (que es algo que Carver y toda la corriente posmoderna tendía a hacer) es que sus características, sus psicologías, pueden llegar a difuminarse, poniendo sobre el lector la responsabilidad de construirlos o, al menos, interpretarlos. Su acierto, eso sí, fue escoger, como tú bien analizas, personajes con luces y sombras, algo que hasta entonces no era tan evidente ni común, y situarlos como centro de la historia. En esa enorme gama de grises es donde se encuentra la vida, aunque a veces cueste identificarla (e identificarnos con ella).
Me ha gustado mucho tu análisis y el artículo, Lara. Felicidades.
No suelo detenerme mucho en la vida personal de los autores, no sé si es bueno o malo, pero lo que más me interesa es su manera de contar esa historia que tienen dentro.
Tu publicación me ha gustado especialmente porque Carver es para mí un referente. Cuando leí por primera vez Mecánica Popular quedé fascinada. Es más la historia de fondo que la física.
Estoy encantada con esos personajes tan reales y que te puedes encontrar en tu vida diaria. Es esa una de las razones la que me lleva a escribir historias cotidianas.
Gracias.
Un abrazo