Sábado. 22:45. He pensado en que a la hora que debéis recibir este mail, yo he quedado para desayunar y para una despedida. He pensado en que no me voy a dormir pronto como para poder escribir a las 7 de la mañana, mi hora preferida. Me ha entrado la prisa. Tomo las notas que tenía en una app del móvil y comienzo a reconstruir un texto, a añadir, a quitar, a buscar esa referencia en Google. Súbitamente agobiada por un toro que me va a pillar, un toro que no existe. Un toro que vive en mi cabeza y al que ninguno de vosotros hace caso, porque leeréis esto cuando queráis, podáis, o cuando os llegue, sin que os importe si son las 9:30 o ya pasa de vuestro segundo café. Sábado. 22:49. Quiero escuchar música y entrar en estado de sueño, pero tengo prisa, y de esta pequeña puñetera sé mucho.
En esto de la prisa he desaprendido algo que tenía por naturaleza, y creo que quizá todos lo hacemos cuando perdemos la libertad del que solo se dedica a crecer y jugar. Durante la infancia y la adolescencia, la de la calma era mi actitud, siempre paciente, rara vez una palabra o un acto fuera de lugar. La edad adulta me ha vuelto impulsiva, que no inconsciente, y tomo decisiones por encima de mis posibilidades. Lo cierto es que rara vez me arrepiento, soy capaz de ver con algo de acierto las posibles consecuencias y eso me hace sentirme cómoda con ellas cuando vienen. A esto han ayudado los años. Sigo viendo esas consecuencias, sigo racionalizando todo, incluso lo que no se mueve por la razón. Pero de aquella calma inocente es poco lo que ha quedado en la vida adulta. Esa actitud de la-Lara-que-fue la he mantenido en algunas cosas: la newsletter, la artesanía, mi «consumo» cultural, los consejos a cualquiera que no sea yo misma.
Y, si lo pienso, me doy cuenta de que de nada sirve todo esto de lo tangible, de lo de renegar de los algoritmos, de crear artesanía porque sí y de cultivar el conocimiento «inútil» si luego la vida personal, las acciones y las decisiones son las que me cargan con ese elemento de agobio. Pensé en todo esto hace unos días, y volví a pensarlo ayer, a bastantes kilómetros de casa. Me encontraba rodeada de personas a las que he conocido recientemente y de otras a las que ni siquiera conocía. Todas ellas van a pasar con más o menos frecuencia por mi vida a partir de ahora y me vi repitiendo un mantra típico: «bueno, mira, es cansado todo esto de golpe, pero así los conozco ya, que es menos lío». ¿Menos lío para qué? me pregunto, y no tengo la respuesta. La persona a la que le dije esta frase asintió y estuvo de acuerdo; no creo que ella tampoco os pudiera responder.
En esta vida reciente, en mis años madrileños —que coinciden con los años adultos—, he ido muchas veces, como todos, con prisa, con el miedo de que si no hacía nada iba a ser peor. Fuera lo que fuera. Si dejaba que una situación que no era perfecta se prolongara en el tiempo corría el peligro de que fuera demasiado tarde. ¿Pero demasiado tarde para qué? Tampoco lo sé, nunca lo sabemos. Vivimos pensando que si no hacemos esto ahora, entonces no volveremos a tener otra oportunidad. Vivimos creyendo que hay que subirse y bajarse de la mayor cantidad de trenes posibles, como si no hubiera otros, como si no hubiera paradas ni estaciones, como si no hubiera cualquier otra cosa que no sea el maldito tren.
«El sabio prefiere la no-acción y permanece en silencio. Todo pasa a su alrededor como por sí mismo, no siente apego por nada, ni se apropia de nada […] La persona sabia existe para el Tao y sirve únicamente al Tao.» Lao-Tsé.
Sucede que, a veces —muchas veces—, la única solución a un dilema es dejar que los días, las semanas y los meses pasen y ver qué ocurre, ser un poco espectadores de nuestra vida y no esperar convertirla en un ejemplo del viaje del héroe de la noche a la mañana. Esperar, simplemente, un poquito más de lo que creemos que es el punto crítico. Le hemos dado muy mala prensa a la inacción, como si parar, observar, y escuchar fuera todo lo inaceptable que puede cometer un ser funcional. «Decide, y hazlo ya» como mantra estúpido de vida.
Y creemos que lo de la prisa es algo nuevo, creemos que lo de tomar decisiones y correr todo el tiempo es fruto de este ritmo de vida al que nos hemos acostumbrado, que esto antes no pasaba. Y no es verdad. Es solo nuestra forma de culpar a cualquier cosa que no sea la propia condición humana. Ya desde los orígenes del taoísmo se habla del Wu wei, el «no hacer», la «inacción». No creo en ninguna religión ni en ningún Dios, pero sí soy consciente de que estas actúan como guías para la vida en muchas ocasiones y de esto se encarga el Wu wei. El taoísmo defiende que la mejor forma de enfrentarse a una situación es «no actuar», es decir, dejar que la vida continúe su curso de forma natural y sin forzar el problema o la solución. No quiere decir que no debamos hacer nada y no tomar ninguna decisión, sino que debemos ser conscientes de que, en muchas ocasiones, esta vida se va colocando sin que sea tan necesaria nuestra intervención.
Todo es más complicado de lo que parece, claro está, pero ya hemos conseguido ver esto como natural en algunos momentos. Entendemos que entre estudiar y un examen debe pasar un tiempo de pausa que asiente las cosas. Entendemos que para que la creatividad fluya es necesario que no suceda nada en algún momento. Entendemos que un niño debe aprender a aburrirse, y, ahora incluso, entendemos que un adulto también debe aprender a aburrirse. Entendemos, porque nos lo dicen en las redes, que hay que «fluir». Y no es fácil, lo sé, este texto lo escribo porque yo tampoco sé cómo hacerlo. Tengo pocas cosas claras en la vida, muy pocas, pero entre ellas está la noción de que, si bien ser espectador de tu propia vida puede ser desasosegante, en otras ocasiones es necesario.
No es más complejo que esto. A veces necesitas que la vida suceda a tu alrededor mientras esperas al momento de cogerle de la mano y caminar con ella. Y darle carta blanca.
Creo que parte de las responsabilidades que adquirimos con la entrada en la edad adulta nos las tomamos como ineludibles, como urgentes, y poco a poco perdemos esa mirada inocente ante los acontecimientos de la vida. Es difícil disfrutar del tiempo cuando tus deberes se multiplican, pero tampoco ponemos remedio y nos dejamos llevar por una urgencia que, como tú dices, en muchas ocasiones es puramente ficticia.
Sin entrar en otros desencadenantes (redes, ocio, etc.), valorar y utilizar el tiempo es un don que deberíamos trabajar. Lo difícil, claro, es estar alerta como has ilustrado de forma tan genial.
Es un placer leerte, como siempre.
He sido desesperada desde que teng uso de razón. Y he querido que todo pueda resolverse pronto; pero creo que la propia vida me ha mostrado y ha hecho que aprenda a tener paciencia, que todo se acomoda y a dar espacio en las personas ( este último lo estoy aún asimilando). La verdad es que llevar prisa me ha traído eventos desafortunados y aunque mi interior esté acelerado, busco calmarlo.