Un martes cualquiera (46): El narrador de historias
Sobre la importancia de narrar y sobre cuándo empezamos
¿Os habéis preguntado alguna vez en qué momento empezó el ser humano a contar historias? ¿Quién fue el precursor de los que hacen hilos en Twitter y los que escribimos newsletters? La respuesta varía entre hipótesis de años más o menos conservadoras, pero incluso en el extremo de historia más reciente, la conclusión es que hace mucho más tiempo del que podamos creer. Los fósiles nos hablan, parcialmente, de la evolución del habla en nuestra historia. Más concretamente se puede ver como mejora la capacidad de habla y de oído en las diferentes especies estudiando el hioides, que forma parte del aparato fonador, y los osículos detrás de los tímpanos. Ambas partes de nuestro cuerpo se fueron alejando muy lentamente de los que poseen los simios. Hay algunas teorías que afirman que el primer lenguaje no fue el que creemos, sino una especie de lengua de signos, pero, dejando esto a un lado, las teorías actuales son las siguientes1:
Lo que está más o menos claro entre todos los que han estudiado estas cuestiones es que hace 200.000 años ya se contaban historias. Esa es buena parte de la vida del sapiens, si no toda. Llevamos contando historias desde que existimos. Hay una teoría que me gusta2, y por lo que leereis a continuación, no sólo a mí, que es la de que especies anteriores (o paralelas), como los neandertales, en el uso de la protolengua todavía cantaban canciones, haciendo de ellos una fase intermedia entre el resto de animales y nosotros. Las distintas formas de comunicación y la propia capacidad de comunicarse eran más importantes si cabe que en la actualidad, especialmente por ser nómadas y por vivir en grupos cada vez más grandes.
Que el nomadismo tuviera una fuerte influencia en el desarrollo de la comunicación tiene sentido y resulta lógico, pero estábamos hablando de contar historias, ¿influyó el nomadismo en esto? Todo parece indicar que sí. A finales de 2017 la antropóloga Andrea Migliano y su equipo publicaron un paper3 tras estudiar a 300 miembros de la tribu Agta en Filipinas, una de las pocas agrupaciones de cazadores-recolectores que quedan. Su intención era averiguar qué es lo que más valoran los nómadas en sus compañeros. Les preguntaron por los mejores pescadores, cazadores y aquellos con mejores conocimientos sobre medicina. Pero al estudiar la respuesta a la última pregunta, a quién valoraban más y por qué, se encontraron con que los más valorados de la tribu eran aquellos que eran mejores contando historias. Lo que sucedió fue una sucesión lógica de pensamientos. En grupos como los Agta, y como lo fuimos todos los sapiens hace mucho, la comunicación es fundamental para la cooperación y para la supervivencia. Ser fuertes y ágiles es necesario para lo segundo, pero en lo primero siempre viene bien tener individuos especialmente buenos transmitiendo conocimientos e historia.
Los antropólogos tienen claro que hemos sido mucho más cooperativos a lo largo de la historia de lo que el mundo actual nos hace creer. Fue esa cooperación la que hizo que sobreviviéramos ante depredadores más grandes y más adaptados al entorno. Sin ser yo experta en nada de esto, esta cuestión es de las que más he visto repetidas en todos mis libros de antropología45. Ted Gioia, de quien ya he hablado, recoge la historia de los Agta y otros estudios similares en La música6, que continúo leyendo. Afirma, y no es el único, que en los comienzos de la civilización, y durante milenios, las historias no eran narradas, sino cantadas, algo que encaja muy bien con la teoría de los Neandertales cantarines. Esto no debería resultar extraño. Que para recordar una historia lo mejor es cantarla es algo que tenemos todos más o menos claro desde que empezamos a aprender inglés en el colegio.
Sea como sea, cantado, declamado o narrado, el homo sapiens lleva narrando historias toda su vida y basando parte de su supervivencia en estas. No es de extrañar que nos siga gustando que nos cuenten historias, ya casi no las recordamos y nuestra memoria empeora con el tiempo, quizá porque en algún momento empezamos a escribirlas (estas tribus que aún existen tienen el récord en capacidad memorística). Seguimos teniendo cuentacuentos aunque orientados a los niños, seguimos quedándonos fascinados cuando alguien nos cuenta una historia de forma especialmente habilidosa. Incluso cuando leemos, seguimos buscando historias y los que cuentan anécdotas en un hilo de Twitter son los más aclamados. Seguimos apreciando, aunque no respondiéramos igual que los Agta, a un buen narrador, porque en esto también es importante ser bueno. Al fin y al cabo llevamos medio millón de años practicando.
Sverker Johansson. En busca del origen del lenguaje. Ariel, 2021.
Steven Mithen. Los neandertales cantaban rap: los orígenes de la música y el lenguaje. Crítica, 2007.
Cooperation and the evolution of hunter-gatherer storytelling. https://www.nature.com/articles/s41467-017-02036-8
Agustín Fuentes. La chispa creativa. Cómo la imaginación nos hizo humanos. Ariel, 2018.
Juan Luis Arsuaga e Ignacio Martínez. La especie elegida. La larga marcha de la evolución humana. Destino, 2019.
Ted Gioia. La música. Una historia subversiva. Turner Noema, 2020.
Qué interesante. Me has recordado el emblemático el caso de las songlines aborígenes en Australia, que ha llegado hasta nuestros días: canciones que describen recorridos de más de 3.000km a lo largo de los desiertos australianos, mezclando conocimientos geográficos, de navegación, advertencias de peligros, lugares donde alimentarse y, por supuesto, leyendas míticas. Sabiduría nómada acumulada. Como decía bellamente el periodista Antonio Lucas «narrar es la forma más primitiva de alumbrarnos después del fuego».