Hace unas semanas me disponía a continuar una larga lectura que había pausado durante los días de saturación mental previos a las vacaciones. Duré unos pocos minutos leyendo hasta que decidí devolverlo a la estantería con el marcalibros poco más allá de 100 páginas y quejarme amargamente en Twitter. No es que suela quejarme, es, de hecho, una de mis reglas autoimpuestas el intentar que esa cuenta sea lo más positiva posible. No tengo una visión muy moral de la vida, pero al menos sé que la queja por la queja no nos lleva a ninguna parte. En cualquier caso, ese día, me salió del alma.
Me encanta la cultura, es una de las razones por las que esta newsletter existe y por las que tengo redes sociales. El debate entre alta y baja cultura siempre me ha aburrido bastante porque vengo de clase baja, me parece un debate que sólo otros se pueden permitir tener. Lo único que yo he podido hacer es bucear por mi cuenta, sin rumbo fijo y sin mapa, sabiendo que el punto de complejidad debía ser cada vez más alto si quería comprender al menos una minúscula parte de este mundo. Y si quería sobrevivir a la alienación que nos rodea a los que somos así, un cúmulo de complicaciones. Mis lagunas culturales no son lagunas, son auténticos océanos. Me dedico a engañar al populacho bajo una capacidad casi innata para la comprensión y expresión verbal. Que hable de mi laguna como un océano no es baladí. Si algo he aprendido de los prescripctores actuales en materia cultural es que el océano y lo que habita en él es un miedo irresistible pero lo suficientemente conocido como para teoretizar sobre él y rellenar páginas y páginas.
La noche anterior a esa queja, había terminado de ver la segunda temporada de Good Omens (esta es una entrada sin spoilers), que tiene una cierta relación con mis lagunas. La Lara adolescente era más bien oscura (la actual también lo es, pero disimulo mejor) y Neil Gaiman y Terry Pratchett eran una laguna cercana. Eran un fondo del mar no demasiado profundo. A la mañana siguiente estaba maravillada, y lo sigo estando. Ver en el mainstream algo que se consideraba raro hace 20 años consiguiendo que para un adolescente actual esa laguna sea fácilmente alcanzable y/o ni exista me enorgullece, porque vamos consiguiendo que la alienación cultural sea cada vez más pequeña. Pero entonces volví a mi ensayo cultural. En él ya había visto algo que parece ser frecuente en los que teorizan en la actualidad (y por eso no hago mención expresa): Moby Dick. La ballena1 como explicación de muchas ideas culturales, filosóficas, humanas. Yo no he leído la obra de Melville, no sé siquiera si quiero leerla, pero entiendo la fascinación por esa ballena.
La maravilla de las lagunas culturales es que uno es libre de decidir en cuáles se baña y en cuáles no, y mi tiempo estos años es limitado. Pero he leído mucho sobre su influencia, porque es un fetiche académico, eso sí, justificado, que me encuentro libro tras libro y artículo tras artículo. Pratchett y Gaiman entendieron, entienden, algo que no parece haber calado entre ciertos intelectuales, que el hecho de que ellos fueran muy cultos y muy inteligentes no debía utilizarse para segregar al lector. Todo lo contrario, tienen la capacidad para hacer llegar la cultura a muchos, lo único necesario es el sentido del humor, que no conoce de clases sociales. Incluso si con Terry a veces había que tirar de diccionario. Incluso si os tienen que hablar de Dios y una ballena legendaria. Esta es una de las razones por las que los menciono con frecuencia, por agradecimiento.
La cultura ahora es esto, "ya no se escriben grandes clásicos" que dicen los amargados, obviando que no puedes entrar en qué es y qué no es un gran clásico si se ha publicado hace sólo unos años y que alguna obra de la que ahora reniegan tendrá esa consideración en un futuro. Pero la cultura también es la nueva sociedad, te puede gustar más el cine de los 70 que el de 2023, o los libros del siglo XIX más que los de ahora. Uno puede lanzarse a los océanos de otra época, pero si vas a escribir para el lector actual, no puedes darle la espalda. Antes, como decía, se hacían mayores distinciones entre alta y baja cultura, ahora muchos consumimos (más o menos) las mismas cosas y si quieres algo más allá toca bucear mucho. Y, en realidad, todo esto no es tan extraño, olvidamos que la cultura para las grandes masas siempre ha existido y algunas obras y corrientes que tenemos ahora mitificadas no lo fueron en absoluto en su tiempo2.
Dado que los prescriptores actuales leen y ven y escuchan lo mismo que los demás es difícil ver la diferencia entre el intelectual y el que no lo es. Y es aquí dónde venía mi queja. Estos prescriptores mientras escriben sobre la serie que fue un éxito en Netflix hace tres o cuatro temporadas eligen, quizá a posta, quizá no, lenguajes poco accesibles al lector normal, al mismo que ha visto esa serie. El mismo que puede tener interés en conquistar sus lagunas, en ampliar su conocimiento más allá de lo que puede ver en el agua, pero se frustra (como yo) porque alguien ha decidido que la palabra debe usarse como barrera y no como ayuda. Los teóricos siguen intentando hacer la distinción cultural y cuando uno lo lee suena todo a ficción. Porque es una distinción que existe casi sólo en sus cabezas y en las de algunos señores rancios. Creo, por no afirmar rotundamente, que el prescriptor tradicional se siente presionado por las nuevas generaciones, o las que no son tan nuevas, pero han entendido que el lenguaje y la cultura evolucionan.
Aquellos que saben que si quieren que el mundo bucee en sus lagunas hay que hablarles en su idioma, sin condescendencia, pero mucho menos sin crear barreras. Podcasters, twitcheros, narradores online, son ahora los nuevos prescriptores y hacen, en muchos casos, un trabajo maravilloso. Es una pena que, aquellos a los que nos gusta la palabra escrita y el ensayo, nos encontremos constantemente con la barrera de un idioma interpuesto a conciencia. Y debería ser llamativo que yo, con mi facilidad para la palabra sea la que escriba estas líneas, porque no puedo imaginarme cuántas personas podrían ser capaces de beneficiarse del gran conocimiento que tienen los académicos. Albergo, eso sí, una pequeña esperanza de que esas nuevas generaciones comiencen a escribir libros y estos consigan llegar a un público cada vez más amplio para que los océanos se hagan un poquito menos profundos. Y si algún día escribís sobre la influencia de Moby Dick, acordaos de esta pobre pseudoinculta.
Siempre aparece alguien que menciona que era un cachalote blanco y no una ballena. Esto es correcto, pero he mantenido ballena porque es lo habitual y porque hace referencia a muchas otras historias que se consideran clásicos en las que se mencionan estos animales.
Se puede leer mucho de esta falsa distinción y de la apropiación de las élites de la música rebelde en La música: una historia subversiva de Ted Gioia, que también escribe una newsletter en esta plataforma.
Como siempre, me ha gustado mucho tu texto, Lara, aunque tengo algunas dudas al respecto (puede que por haberlo malinterpretado; si es así, házmelo saber).
Creo que la distinción alta/baja cultura es, entre otras cosas (sobre todo hoy día), fruto de una presunción elitista. No obstante, con la aceptación de la cultura popular en todos los ámbitos (véase la música, por ejemplo, y por supuesto la literatura), ese elitismo va en los dos sentidos.
Desde mi (personalísimo, huelga decir) punto de vista, cierto malentendido viene provocado por la idea equivocada de que la alta cultura está reservada a una suerte de élite, que la disfruta por gozar de determinados privilegios; algo completamente infundado, por otra parte, puesto que hoy, más que nunca en la historia, casi cualquiera puede acceder a toda una panoplia de saberes y conocimientos. Esa élite «dominaría» el discurso, decretando lo que es bueno o malo, estableciendo un baremo, que (siempre siguiendo esta tesis) deja fuera a los que no pertenecen a ella. Quizá esa idea, como decía, tuviera algo más de relevancia en siglos pasados, en los que el acceso a la cultura era todo menos democrático y solo los pudientes podían disfrutar de la obra de arte, de la educación y del aprendizaje.
La cuestión hoy es que la cultura popular domina el debate en tanto es más «cercana» a toda una sociedad que ha pasado por unos estándares culturales marcados por una forma capitalista de entender el mercado. Las formas de narrar (literarias, artísticas, audiovisuales… todas están conectadas) se han conformado con un consumidor-tipo que renuncia al esfuerzo de acumular conocimientos para descifrar el mundo, para intentar aprehender conceptos complejos. De esta forma, cualquier atisbo de trabajo intelectual, entendido como una construcción de nuestro saber, es visto como un proyecto inútil; de ahí que la alta cultura se vea como un escollo, como un objetivo absurdo, puesto que exige de todos un sacrificio que en esta sociedad de la inmediatez y del placer instantáneo no estamos dispuestos a hacer.
Gaiman o Pratchett son buenos narradores, pero si están considerados es porque se enmarcan dentro de un lenguaje (figurado y real) que es simple, directo y pedestre. El Quijote es una obra maestra de principio a fin, pero exige del lector una paciencia y un conocimiento que hoy día no son vistos como «provechosos»; es más, se tacha de elitista a aquel que lee obras similares.
Es por eso por lo que el debate entre alta y baja cultura se vicia. Por una parte, porque es fútil esa distinción como premisa de partida, en tanto casi cualquiera tiene acceso a los elementos que proporcionan una formación suficiente para adquirir esa cultura. Por otra, porque la sociedad ha venido imponiendo una percepción de cultura como algo fácilmente accesible, hurtando la realidad de que formarse es una actividad que precisa empeño, trabajo y disciplina.
Creo que sí existe una distinción cualitativa entre las obras de arte. No me parece lo mismo «La montaña mágica» que «Harry Potter y la piedra filosofal»; no creo que su propósito al ser escritas sea el mismo en absoluto y aprecio el esfuerzo que se ha de hacer para disfrutar a conciencia de la primera. Y creo también que es fundamental entender que existen esas diferencias para no tratar de equiparar ambas novelas: un error común que suele derivar en tildar de «elitistas» a los que sostienen que Mann está muy por encima de Rowling.
Cualquiera puede leer ambos libros; cualquiera puede acumular conocimientos para disfrutar de lo que, en principio, podrían considerarse obras de arte inaccesibles o elitistas; cualquiera tiene a su disposición la información y el saber para ello. El debate se desencadena porque alguien que no hace el esfuerzo «acusa» a los que sí lo hacen de elitistas, cuando es evidente que las posibilidades son (casi) iguales para todos.
Leyendo tanto el comentario de Miguel como el tuyo, Lara, creo que, con matices, más o menos pensamos lo mismo a este respecto.
Quizá hay una cuestión que cabría la pena señalar, y es cómo entendemos las etiquetas de alta y baja en relación a la cultura. Por tus palabras, Lara, quizá te estás refiriendo más a los prescriptores, a los que «marcan» el camino a seguir, a los que deciden qué es bueno y qué no. Creo que esa es una distinción interesante (el rol del prescriptor actual, por ejemplo, frente a los críticos clásicos), pero que no afecta en gran medida a la apreciación de la obra en sí.
Quiero decir que, por ejemplo, puede haber prescriptores que se rodeen de un aparato teórico excesivo (creando esas barreras de las que hablas) para recomendar un libro de Brandon Sanderson, por ejemplo. Desde mi punto de vista, Sanderson es baja cultura (bajísima, si soy sincero) en tanto sus códigos y logros artísticos son mediocres, pero el prescriptor puede «adornar» su crítica con una complejidad construida para, justamente, hacerlo pasar por alta cultura. En este caso, la calidad de la obra es un cosa y su comentario otra bien distinta.
Según lo veo, Lara apunta más a una élite de críticos que, con uno u otro objetivo en mente, imponen un discurso alambicado y oscuro acerca de las obras de arte para, de esa forma, marcar una distancia entre las mismas y la «masa», el «vulgo». Sin embargo, lo que hacen no me parece que sancione la obra de la que hablan como alta o baja, sino, y en todo caso, a sí mismos (y de forma errada, porque en esa pose también percibo un rasgo de elitismo poco edificante, como apunta Lara).
Por otra parte, es cierto que hoy día nos dejamos guiar por un número reducido de prescriptores (algoritmos, personas), lo cual también es algo que se ha dado a lo largo de la historia. En el siglo XIX había periódicos con grandes tiradas que publicaban folletines, mientras que una minoría de intelectuales escribían o pintaban obras que no les sacaban de su miseria.
Mi idea acerca de esto es que la alta cultura (y podemos ponerle muchas comillas al término, pero lo uso para entendernos) es algo que exige un esfuerzo por parte del consumidor. Es difícil leer a Dostoievski si apenas has cogido un libro en tu vida, es difícil mirar un cuadro de Rothko si no tienes unas mínimas nociones de arte, etc. Pero, sin embargo, esos conocimientos están ahí para cualquiera: sí, es complejo a veces, pero no imposible. No hay que ser ningún genio, ningún superdotado para acercarse a ello y disfrutarlo. Por eso la concepción de que la alta cultura es elitista me chirría bastante.
Como afirma Lara, lo que puede ser elitista es el grupo de personas que se gana la vida en torno a ello, pero esa cuestión tiene más que ver con las dinámicas de mercado capitalistas, y no tanto (o nada) con el arte en sí.