En cuestión de blogs y escritura, Un martes cualquiera es un ejercicio muy diferente de lo que he hecho hasta ahora, por temática y continuidad. El post de la soledad me ha hecho pensar en la intimidad y las redes, y la Lara que tenía una cuenta en Medium ya escribió sobre ese tema. Ese blog contenía escritos más elaborados y más largos, aunque sin continuidad, y muchos no parecen encajar en esta newsletter, pero hay excepciones. He pensado, incluso teniendo otra historia pensada para hoy, que esta semana encajaba algo sobre lo que ya escribí. Como la otra vez que rescaté un texto, lo traigo sin modificar, incluso aunque quisiera o no esté ya de acuerdo conmigo misma en algunas cosas. Así que hoy, directo desde abril de 2021, va la intimidad y las redes. La próxima semana seguimos con el ritmo habitual.
Una de las reglas de la filología que se aplican en esto de escribir es que uno debería ser capaz de definir aquello de lo que se habla y otra es que la definición de una palabra no debería incorporar la propia palabra en sí. Al pensar en escribir sobre la intimidad mi primer instinto ha sido el de acudir a la RAE sólo para encontrarme con que la definición de «intimidad» recogida en el diccionario contiene la palabra «íntima» en las dos acepciones que aparecen. Esta es una de esas palabras, como la gran mayoría de las que tratan el plano abstracto, que es difícil de explicar pero que todos «sabemos» lo que es. Dado que no me atrevo a definirla para empezar este texto, hablaré de ella tal y como yo la siento, esperando que todos tengamos, más que sea, una idea similar.
Lo obvio es que pertenece al plano personal, al propio, pero también al que compartimos con personas cercanas («amistad íntima», dice el diccionario). Sucede algo especial con ella, y es que hay ciertas cuestiones, sobre todo aquellas que nos preocupan o que tocan las partes más profundas del ser, que se vuelven incluso más íntimas cuando las compartimos. Es lo que ocurre, por ejemplo, con las canciones, con esa que suena cuando conoces a alguien que te interesa sentimentalmente, o las que pones en casa cuando vienen amigos a comer. O con los libros: ese del que hablas con una persona en concreto y se convierte en parte de una conversación prolongada en el tiempo entre ambos. Este autor te recuerda a ese chico, esta clase de música a esta amiga, este grupo a tu madre, y así hasta alcanzar muchos tipos de intimidades compartidas. Una broma interna, hasta un tatuaje que te has hecho con alguien; todo forma parte del círculo de intimidad en el que vamos integrando a personas selectas. O así debería ser. Pero estos círculos están comenzando a diluirse y es cada vez más difícil diferenciar entre el verdaderamente íntimo y el que aglutina a aquellas personas con las que simplemente hablamos con cierta frecuencia.
Solemos pensar en la idea de la intimidad casi exclusivamente cuando otros nos la arrebatan, como sucede a veces con la prensa rosa, pero nunca nos paramos a pensar en cuánta intimidad nos estamos arrebatando a nosotros mismos. Es, en parte, comprensible que lo hagamos. Si lo que somos en la intimidad es lo que verdaderamente somos y (en mayor o menor grado) queremos que los demás nos quieran por ello, es normal que cedamos parte de nuestra intimidad en la búsqueda de esta querencia. Tenemos que identificarnos para integrarnos en el grupo y vamos lanzando pedacitos de nosotros a tal fin. ¿A partir de cuántos pedacitos caemos en el exhibicionismo? ¿En qué momento pasamos de querer integrarnos en ese grupo al narcicismo de mostrarlo todo, de vendernos a través de una pantalla?
Indica Pedro Laín en La intimidad del hombre que «todo hombre va por el mundo siendo actor de sí mismo, tomando o rechazando del mundo algo de lo que este le brinda y, en la medida en que puede, haciéndose personalmente a sí mismo, siendo él lo que nadie o como nadie él parece ser.» ¿Qué mejor realidad para ser un actor que la de las redes sociales? Existen aquellos que lo de ser actores de su propia película lo desarrollan conscientemente, elevando su personalidad al extremo, muy propio de tuitstars, influencers y personajes similares. Otros sólo exagerando un poquito, porque quién no quiere sentirse protagonista un día a la semana. La mayoría nos presentamos como somos, como creemos que somos o, incluso (y cada vez más), sacando a relucir aquella parte de nosotros que, por circunstancias, no es visible en «la vida real». Si entrecomillo «la vida real» es porque no pretendo tampoco despojar del punto de realidad que tienen las redes. Quien más, quien menos ha conseguido contactos, amigos e incluso pareja a través de tener alguna aplicación lanzando notificaciones al teléfono móvil.
Y, sin embargo, estas relaciones salen del entorno habitual de las aplicaciones, del timeline. Estas conversaciones se llevan al ámbito privado, a los mensajes, a darse los números de teléfono, y a conocerse en persona. Esa intimidad compartida se va desarrollando, nuevamente, a espaldas del resto. Me pregunto, si entendemos la intimidad como necesaria, por qué la seguimos practicando de esta manera. Si entendemos que es porque nuestras conversaciones son privadas, por respeto a la intimidad del otro (u otros), ¿por qué seguimos vendiendo la nuestra? Podemos decir que es un acto de libertad, sin duda, ¿pero hasta qué punto es una libertad real y no un comportamiento marcado por lo que los demás comparten de sí mismos? Cabría pensar que, si existe algo que no contaríamos de un tercero, quizá tampoco deberíamos hacerlo de nosotros mismos. Pero al ser la intimidad algo personal, debemos comprender cuán libres son nuestros actos, cuánto deseamos compartir ese aspecto de nosotros mismos y si, verdaderamente, es este un acto de libertad. Volviendo a las palabras de Pedro Laín:
«Prefiriendo, aceptando, creando y ofreciendo, yo hago mi vida en tanto que mía, me la apropio en mi intimidad, aunque jurídicamente yo sea siervo o esclavo. No sólo soy agente y paciente de ella, soy también su actor y -esto es lo decisivo- su autor. En la medida, claro está, en que el hombre puede ser autor de sí mismo.»
Existe, además, un círculo vicioso en la cuestión de la intimidad, la libertad y las relaciones sociales. Uno debe formarse una idea de sí mismo, una propia identidad basada en su intimidad que luego enseñará al resto en búsqueda de confort, aceptación y querencia. Y cada instante que pasamos relacionándonos con los demás es un instante que no tenemos que lidiar con esa intimidad. Ya hemos entendido cuál es la nuestra, y cómo vamos a mostrarla, pero vivir con ella no siempre es agradable. Cada notificación en la pantalla nos tranquiliza. ¡Hay mundo ahí fuera! ¡No estamos solos!
Una vez más, es comprensible, y todos debemos relacionarnos. No dar la espalda al mundo, presentarnos, contar algunas cosas que puedan atraer a personas fantásticas a nuestra vida. Estos son hábitos saludables, pero hay que saber poner el límite. Hay que tener claro donde termina nuestra libertad y empieza la presión social. Qué partes de nuestra intimidad se pueden revelar a todos, y qué otras queremos compartir únicamente con nuestros círculos más cercanos. Eso sí, si alguien, en consciencia y en base a esa libertad, desea contar toda su vida en abierto no debemos censurarle puesto que no nos incumbe el uso que otros hagan de su propia intimidad.
Pero los demás debemos meditar seriamente y antes de que hayamos contado más de la cuenta, si todo lo que compartimos lo hacemos de forma libre y con qué finalidad lo hacemos. Quizá usemos en público alguna cuestión muy personal para poder ayudar a otros (como he hecho yo con algunas partes de mi pasado), pero cabe reflexionar si compartir el día a día y todos nuestros pensamientos con cientos o miles de desconocidos es lo que deseamos hacernos a nosotros mismos. No pido que nos echemos todos al monte a cortar leña en soledad o que nos convirtamos en nuevas versiones de J.D. Salinger, pero sí que actuemos con un poco de contención y moderación. Yo he hecho un pequeño cálculo mental que me sirve: me siguen más personas en Twitter que alumnos tenía mi instituto cuando yo cursaba secundaria. ¿Qué cosas no habría gritado a viva voz en la cancha de baloncesto? A partir de ahí todo es actuar en consecuencia.