Hay un monstruo en el lago.
Esta no es una frase real (o quizá sí). Es el título del pequeño ensayo de Laura Fernández que me ha acompañado esta semana en el tren. De cuando en cuando asomo la cabeza al mundo de los fans del misterio siendo, como fui, una niña que creció pensando en ciencia, OVNIs y animales extintos. Me imaginaba de mayor trabajando en laboratorios y analizando cualquier cosa susceptible de ser identificada. Es esa niña, en parte, la que hace que yo siga leyendo más ensayo que ficción, incluso cuando sé que la línea entre ambos no es tan estricta como aparece en las categorías de una librería. Tanto esa niña como esta adulta se sorprendieron al conocer la existencia del libro de Nessie. No he leído la obra previa de Laura Fernández, pero inevitablemente me preguntaba cómo había acabado una escritora de novelas escribiéndole un libro a un plesiosaurio escurridizo.
Soy escéptica con todo en la vida y me cuesta creer en lo no tangible, así que (como os imaginaréis) no, no creo, ni creí nunca, en el monstruo del lago Ness. Tampoco pasé por la etapa del amor por los dinosaurios así que la vivo ahora de adulta a través de un bicho que da para objetos cuquis: un juego de utensilios de cocina, un amigurumi para los gatos. Si algo me gusta del mundo del misterio y lo paranormal es, precisamente, la creencia, el fenómeno por el que una cantidad de personas que han experimentado alguna situación extraña deciden creer en una explicación a todas luces inverosímil. Me gusta ver cómo se forja una leyenda, cómo el relato de una o dos personas acaba 100 años después convertido en un peluche verde tirado en el suelo de mi salón. En una tienda de souvenirs. En personas visitando un lago remoto en las Highlands donde no hay nada qué hacer —aunque hay alpacas, así que a mí ya me tienen—.
De entre todas las variantes paranormales la historia de Nessie me atrae especialmente, porque lo mío con el fondo del mar (o un lago muy grande) viene de lejos, y de experiencia personal, aunque no es nada extraño ni traumático. Existe en la playa de mi vida (en la que lo fue hasta convertirme en mesetaria) una gran barrera de roca sedimentaria, que una vez fue playa, y erosionada llamada La Barra que actúa de protección para la playa y de divertimento para niños y mayores con más o menos atrevimiento. A La Barra se puede llegar nadando sin grandes esfuerzos y, dependiendo de dónde uno empiece, no es necesario bracear más que 1 km. Pero poco antes de llegar a poner pie sobre ella y, durante unos minutos que se hacen eternos, la sensación si bajamos la cabeza es la de mirar al abismo.
Existe un tramo que recorre en horizontal toda La Barra y que ha sido tan erosionado durante miles de años que lo único que alcanza a mostrar es el negro casi absoluto de la piedra erosionada, por un momento pareces olvidar que no estás tan lejos de la orilla y empiezas a creer que todo es más profundo de lo que realmente es. Las pocas veces en las que, henchida de un orgullo estúpido, he nadado hasta allí lo he hecho como lo hacen los perritos pequeños: con la cabeza bien alta y pensando «nomiresabajo nomiresabajo nomiresabajo». Creo, no solo porque ya no viva allí, que ya he tenido suficiente de ese abismo y no pretendo volver a mirarlo. Una cosa es ser consciente de la realidad, otra es la reacción primaria que surge en esos minutos antes de poner pie en tierra.
Es esta situación, como pueda ser cualquier otra en cualquier otra playa y cualquier otro mar y cualquier otro océano, que hace que aquellos como yo tengamos esa cuasitalasofobia. Hay una cierta inquietud que viene de la cercanía. Lo que lo hace que las historias de monstruos marinos —reales o no— sean aún más perturbadoras es la idea de que lo desconocido esté dentro del planeta. Cualquiera puede entender (y visualizar con mayor o menor imaginación) que algo que está a miles o millones de años luz sea, por defecto, desconocido, extraño, inexplicable. Puedes ver algo en el cielo que no comprendes y mientras se quede allí arriba no es tan inquietante. Pero que lo extraño sea cualquier elemento de esta Tierra que tan bien creemos conocer es lo que nos descoloca a muchos como yo, sea en una franja de tierra en el comienzo de un océano, sea en un lago negro en la Escocia profunda.
Y, sin embargo, toda esta historia sobre dentro o fuera de la Tierra, dentro o fuera del lago, lo que nos da miedo y lo que convertimos en leyenda es lo que hace que una escritora de novelas acabe poniendo en palabras la historia del monstruo. Porque es una historia, porque es ensayo, pero tiene todo lo que debe tener una historia. Storytelling, queridos, está por todas partes. Hay cinco o seis páginas en el libro en las que Laura entra en este tema, en la fábrica de noticias que surge en algún momento del siglo pasado y que se basa en la necesidad del ser humano de categorizar, de entender, de dar cualquier explicación posible a lo inexplicado. Se forja la «historia oficial» (incluso si no tiene sentido) y comienzan a aparecer secundarios de lo más variopintos. Todo comienza en un confuso avistamiento y acaba en narrativa y en un hilo conductor que une a todo lo que rodea al lago.
«¿Y no fue en una historia real por entregas en lo que se convirtió la historia del (MONSTRUO) del lago Ness a partir de 1933?
Sin duda. En eso fue en lo que se convirtió. Sólo que no era una historia exactamente real sino una historia imaginariamente real.
Podría decirse que, a partir de entonces, la realidad empezó a deformarse para dar cabida a la posibilidad de que aquella cosa existiese.»
Y eso es lo maravilloso de esta historia. A lo largo de estas décadas, multitud de personas, bien o malintencionadas, creyentes o no, han ido uniendo las piezas en un gran relato que de sentido a todo. Multitud de personas han hecho lo que hace el ser humano, intentar entender e, incluso sin poder entender, intentar unir todo ese puzle en algo coherente y que de sentido al misterio. En categorías científicas, en documentales, en sistemas complejos de vigilancia, en fotografías dignas de Expediente X. Y, a pesar de todo, da igual que nada de esto explique el misterio, lo importante es lo que se ha creado, lo importante para el que va de visita al lago y el que se lee un librito a comienzos de verano en Madrid es lo mismo. Lo importante es la historia. ¡Larga vida al bicho!
El entorno es hermoso. Merece la pena ir más allá del monstruo y la leyenda.
Me flipa todo lo que tiene que ver con el origen de los mitos y las leyendas. Cuando ahondas en cualquiera de ellas, te das cuenta de lo lógico que es que se crearan esas historias tan bien contadas para explicar el mundo que rodeaba a nuestros antepasados.
Por cierto, no sabía que había alpacas en Escocia!